Fantasmas en Delhi

 En Dehli se acumulan los cadáveres. El asesinato es un método efectivo para dirimir cuestiones. Una puñalada asestada al hígado licúa una deuda. Un fuerte golpe en la cabeza calla a un soplón. Un cable bien tenso, alrededor de un pequeño cuello, cumple una fantasía. Y los cadáveres se van amontonando. Son demasiados. La policía no da abasto a recogerlos y muchos duermen junto a los Niños Solos, los que viven en las estaciones de tren y metro, que también son demasiados. Parveen se confunde entre ellos.

La última vez que habló con su mamá, ésta estaba sobre una camilla. Parveen le preguntó cuántos años tenía y si podían comer pastel en su próximo cumpleaños, pero no entendió bien lo que le contestó, el ácido le había pegado los labios casi por completo, solo hizo algunos sonidos y acarició despacio la cabeza de Parveen. Su papá había escapado a casa de un primo, el día que a su mamá se la llevaron al hospital con el rostro derretido, y su hermano mayor, Saif, amenazó a Parveen para que no hablara, si te preguntan adónde fue papá vos no sabés nada, ni se te ocurra nombrar al tío Deepak porque te corto el cuello. Saif se apareció un par de veces en el hospital y luego nunca volvió. Cuando las enfermeras le dijeron que no volvería a ver a su madre, Parveen regresó al barrio. Estuvo 2 días durmiendo en el suelo de su casa vacía, el padre se había llevado todo. 2 días esperando, sin saber qué. Una mujer llegó una tarde y le dijo que pronto vendría a vivir allí con su familia, porque había comprado la casa, que se fuera enseguida, no quería volver a encontrarla.

Se fue de Dharavi cuando su vecina dejó de llevarle pan.

Deambuló unos días por el centro de Bombay donde conoció a Akash, una niña de 13 años. Akash vestía un salwar kameez bordó, desgastado y sucio, que aseguraba era de un gran diseñador de Bangalore, y hablaba como un adulto. Decía que las calles de Bombay ya no eran lo mismo. Que al barrio de Dharavi, de dónde ella también había salido, ya no llegaban tantos extranjeros con ganas de admirar la espiritualidad y humildad india, trayendo libras y euros para intercambiar por las baratijas que el barrio ofrecía. Ahora está de moda el norte de la ciudad, con su puto Bollywood y sus putas luces de colores. Todos los putos blancos van hacia allá. Parveen caminaba de la mano de Akash y la escuchaba hablar. Akash siempre conseguía algo para comer. Esperame acá Parveen, no hables con nadie, si te preguntan tu mamá está comprando en el mercado y está al caer en cualquier momento, Parveen asentía. A los pocos minutos aparecía corriendo con un racimo de bananas en una mano y con la otra tomaba la mano de Parveen. Corre Parveen! Y Parveen corría, con los ojos grandes, y el corazón agitado, apretando fuerte la mano de Akash que le arrastraba entre los tuctucs y los rickshaws, hasta que el griterío de chor! chor! Era ahogado por las bocinas y los escapes. Y se tiraban en algún gallis a comer y se ahogaban de tanto reír.

Compartían un vagón abandonado en la estación Mahim Junction, hasta que una noche que Parveen bajó a orinar, cerca del viejo andén, lejos de los focos, dos policías entraron al vagón. Parveen pudo escuchar como golpeaban a su amiga y luego se la llevaban arrastrando. Parveen corrió hacia las luces y subió a un vagón del Churchgate que estaba apunto de salir. Se metió debajo de uno de los catres metálicos bajos, de la última clase, y se acurrucó mirando la pared, con los ojos húmedos, mientras el tren partía.

La formación atravesó la inmensidad del subcontinente, de sur a norte, cortando el Río Tapti, el Bana y el Utangan. Infinidad de colores, estaciones y voces. Desde su rincón Parveen vió a hombres con turbantes naranjas y mujeres con muchos aros y tatuajes en las manos, subiendo y bajabando, hablabando, riendo y comiendo. Dormían en los catres y en el suelo. Sobre el catre encima suyo, una mujer gorda comía maní. Tiraba las cáscaras al piso e insultaba en voz alta. En cada parada subían niños con la ropa sucia, que juntaban los desechos del suelo con sus manos, los metían en sus camisetas, y tiraban todo fuera del tren. Luego volvían a subir rápido, antes que el tren partiera y un hombre con corbata les daba unas monedas. Nadie la miraba, como si fuese un fantasma. Durmió poco, un tipo escuchaba música en su teléfono y se movía de acá para allá, además los vendedores de comida no dejaban de ir y venir repitiendo como un mantra biryani, pani puri, puchka de Kolkata, vada pav. Estuvo a punto de agarrar una bandeja casi vacía de biryani que la mujer gorda arrojó al suelo, pero un niño escoba, como los apodó en su mente, la recogió enseguida y la lamió hasta no dejar un solo grano de arroz.

En la estación de Kerala el tren se detuvo unos minutos. En ese momento subieron rápido un grupo de hijras y recorrieron los pasillos, haciendo palmas y pidiendo dinero. Casi todos los hombres entregaron algo. Los hombres indios le temen a las hijras, transexuales y travestis denominadas el tercer sexo, que practican la magia y echan maldiciones sobre los hombres que no les dan nada. Una de las hijras vio a Parveen debajo del camastro de la mujer gorda y le sonrió con cierta compasión. Parveen cerró fuerte los ojos, su madre le había contado historias terroríficas sobre esas mujeres.

El tren llegó a la estación Hazrat Nizamuddin Delhi, al sureste de Delhi, casi un día después de salir de Bombay. Al bajar del vagón vió a varios policías y decidió caminar sin rumbo, alejándose de la estación, con la cabeza gacha, rogando ser invisible. Caminó 15 minutos en que el suelo pasó de gris a verde y los ruidos se convirtieron en susurros. Al levantar la cabeza descubrió la tumba del emperador Humayun, un gran palacio al este de Nizamuddin, una plaza con grandes árboles y varias tumbas/palacio más pequeñas. Durmió allí esa noche, bajo un alero del palacio, y al día siguiente caminó sin parar, cómo le había enseñado Akash, seguí a la multitud, siempre van hacia donde está el dinero, y así llegó al distrito de Nueva Dehli.

Casi 3 años han pasado desde entonces.

Parveen vive en la estación Shivaji Stadium, de la línea naranja de metro. Prefiere el metro a las estaciones de tren porque hay más luces y reparo, y además la línea naranja es la que viene del aeropuerto, desde donde llegan los extranjeros que más billetes sueltan. Les encanta dar billetes a los niños, traen puñados apelmasados en los bolsillos. Sacan de a uno, aveces algunos se rompen y con un solo billete llenan dos pequeñas manos. Son como dioses abundantes. El mayor tesoro de Parveen es un billete verde con la cara de la reina Isabel, que le dió un hombre rubio, cómo los que visitaban Dharavi en primavera y compraban los panipuris fritos que vendía su madre y que Parveen ayudaba a preparar.

Rashid tiene muchos billetes, con la misma cara pero de varios colores, los despliega como un abanico arcoiris. Rashid es el más rico de todos los chicos del metro, pero nadie sabe bien cómo consigue los billetes, porque Rashid no mendiga ni roba. Él solo se hace amigo de los chicos nuevos, les consigue trabajo y los chicos nuevos se van. A Parveen nunca le consiguió un trabajo, porque dice que son como hermanos y no quiere que se vaya.

Rashid es más grande, dice tener 11. Tiene los ojos muy separados, como un pescado, el pelo duro como pinches y siempre lleva puesta una camiseta del Milan que dice Rui Costa. Hace varios años que vive en la estación, los policías lo conocen y hablan con él.

Parveen adora el ruido que hace el tren subterráneo cuando está lejos, un ruido constante, sin sobresaltos, que le ayuda a dormir. Se recuesta de costado, con las manos juntas, como rezando, debajo de su cabeza. Cuando hace frío comparten la lona de Rashid y pegan sus espaldas.

Una mañana le samarrearon el hombro mientras dormía junto a Rashid, bajo el cartel de la salidal B. Al abrir los ojos distinguió un rostro familiar. Parveen sos vos? Soy Saif, tu hermano. Que estás haciendo acá? Parveen asustada se echó a correr, subió las escaleras, cruzó la avenida atascada de autos, se lanzó detrás de los ligustros de la avenida y se cubrió la cabeza con las manos. Rashid llegó unos segundos después, no te asustes Parveen, no te siguió. Se subió al metro en cuanto saliste corriendo. Parveen lloraba y Rashid la abrazó. No volvió a ver a Saif por la estación.

A Parveen le cuesta hacerse más amigos porque todos se mueven mucho. La mayoría de los chicos que llegan se van enseguida, solo unos pocos permanecen más de unas semanas. Muchos chicos van con regularidad a la estación de tren en el distrito de Medak a comprar gutka, una mezcla de tabaco, nuez de acera y químicos, que mastican para sentirse con más energía, pero que a la vez les produce insomnio. Los adictos son fáciles de reconocer por los dientes y encías teñidos de rojo oscuro, vagando desvelados, zigzagueando entre quienes duermen debajo de las calles de Delhi, y esquivando lo cuerpos en descomposición en las márgenes del Yamuna. Otros se mueven hacia el centro de Nueva Dehli, a las zonas de rascacielos, soñando con encontrar trabajo lavando coches o limpiando vidrios en las alturas, allá donde no llega el insoportable humo que los hace toser constantemente. Parveen prefiere permanecer en el metro. A veces recibe la visita de Farida, una joven que trabaja para una ONG contabilizando a los chicos que merodean la telaraña vial, del sistema ferroviario de Delhi. Farida se encariñó con Parveen y cuando se encuentran siempre le compra una samosa. Las samosas son empanadillas triangulares fritas con puré de papas y lentejas. Parveen adora las samosas, pero siempre guarda la mitad para Rashid. Farida le anotó su número de teléfono en el billete verde, que Parveen lleva siempre encima. Si alguna vez me necesitas llama a ese número Parveen, no importa la hora.

Parveen solo se aleja temporalmente de la estación cuando se lo pide Rashid. Cada tanto él le dice Parveen tenés que irte hoy porque vienen Los Jefes a buscar a los niños nuevos, para llevarlos a los trabajos que les conseguí. Parveen sube a la ciudad, y camina hasta Pracheen Mandir Park, allí disputa con los monos la comida que dejan los turistas en las bancas y los tachos. Luego pasa la noche entre los árboles y vuelve a la estación a la mañana siguiente. Sólo una vez permaneció escondida bajo las escaleras oscuras y vió como Los Jefes, dos hombres con bigote y un policía, se llevaban varios niños. Atravesaron las escaleras hacia la salida y uno de los niños la vió bajo los peldaños. Le sonrió y le levantó el pulgar.

Cuando oscurece, los Niños Solos, juegan a las escondidas en la estación desierta.

Esa noche Parveen cuenta hasta 11 y vuelve a empezar, tres veces, porque solo aprendió a contar hasta ese número. Despega los ojos del brazo, espera a que su vista se acostumbre a la oscuridad, y comienza a caminar despacio, media encorvada, con una mano formando una garra y la otra tapándose la boca, conteniendo la risa. Rastrea las sombras que se mueven ágiles a su alrededor. Cree ver a Rashid bajo las escaleras y grita Te ví Rash... De pronto algo envuelve su cintura, y ahoga su grito una mano grande. Trata de escapar pero es inútil, el hombre es fuerte y actúa rápido, le amordaza la boca con un trapo y rodea su cuerpo como una boa.

Quédate quieta! Parveen reconoce la voz, levanta la cabeza y ve a su padre.

Tranquila Parveen soy yo, papá. Te estuve buscando mucho tiempo. Saif me dijo que estabas acá. Vamos a ir a casa.

Parveen se retuerce intentando liberarse. Su padre camina rápido hacia la salida y cuando apoya el pie en el primer escalón, una mano se asoma desde abajo y le asesta bajo la rodilla con el filo de una botella rota. El hombre larga un grito que resuena en los pasadizos serpenteantes de la estación, suelta a Parveen y se agarra la pierna. La sangre comienza a humedecer el pantalón y como un rayo otro puntazo entierra el vidrio en el dorso de la mano. El hombre espantado cae y en el piso se toma de la muñeca, mientras se empuja hacia atrás con los pies. Parveen se quita el trapo de la boca, mientras corre hacia abajo de la escalera, donde Rashid la espera y la toma de la mano.

Parveen ven conmigo!, grita el padre. Saif nos espera en casa. Parveen no contesta y aprieta la mano de Rashid. Desde la oscuridad de su escondite, emerge un niño descalzo y camina lento hacia el hombre. Y en un instante son 4 niños, y luego una docena. Se mueven despacio cercando al hombre, que gira la cabeza de un lado a otro. Y el cerco se va cerrando. Y el hombre respira agitado, y su mano lastimada goteando, forma un pequeño charco en el suelo. Y cuando se apoya para tratar de levantarse resbala con el charco y cae sobre el codo. Y los niños se abalanzan. Y Parveen ya no puede distinguir a los niños adictos al Gutka de los otros, porque ahora todos tienen sus bocas rojas de sangre. Y muerden y desgarran frenéticos. El hombre se revuelve con desesperación. El ataque se extiende unos minutos, que para el hombre resultan eternos.

Parveen suelta la mano de Rashid y camina decidida hacia su padre, que cada segundo se mueve más lento. Los niños se retiran con las bocas llenas de piel y carne. Parveen se agacha junto a él, y lo mira con los ojos inexpresivos. En sus manos aprieta el pico de vidrio que le dio Rashid. Eleva los brazos sobre su cabeza y desciende sobre el pecho, y luego sobre el rostro de su padre, varias veces, hasta que éste ya no se mueve. Luego deja caer el vidrio. Vuelve hasta donde está Rashid y se sienta en los escalones. Saca del bolsillo el billete verde y mira los números escritos en el dorso con tinta azul.

Rashid agarra el cuerpo por el pie y lo arrastra a través del largo pasillo, hasta el borde del andén, baja de un salto y tira del pie hasta que el cuerpo cae a las vías. Lo ubica de manera que el cuello queda sobre una vía y los gemelos en la otra. Sube otra vez a la plataforma desierta y mira a los lados. Afuera hace frío y ya comienza a soplar viento abajo. El suelo está manchado, delata el camino que recorrió el cadáver. Desde el sur se acerca la luz de la locomotora, produciendo ese ruido que tanto le gusta a Parveen. Rashid se quita la camiseta y se limpia las manos sobre el número 10 de la espalda, cubriendo a Rui Costa con manchas de sangre. Se cuelga la remera en el hombro y vuelve por dónde vino. A sus espaldas el tren pasa a toda velocidad y el andén queda salpicado. Rashid se detiene frente a las escaleras y mira a Parveen sentada, junto a otros niños que escupen en el piso, nadie habla ni alza la cabeza. Observa el reloj de la estación. Son apenas las 00:22. Faltan varias horas para que salga el sol. Se coloca otra vez la camiseta y se sacude el pantalón. Una sonrisa pícara comienza a aparecer en sus labios. Gira y corre hacia la pared gritando: Ahora cuento yo y ustedes se esconden! Parveen levanta los ojos y ríe, arruga el billete verde, vuelve a guardarlo en su bolsillo y corre a su escondite secreto, cubriéndose la boca para contener la risa.

En Delhi las noches huelen a gutka y soledad. Y en Delhi se siguen acumulando los cadáveres. Demasiados cadáveres.


Comentarios

Entradas más populares de este blog

Cenizas quedan

Europeo de pelo corto

El ritual de las lampreas