El destino de Kagemusha

El crepúsculo se devoró la sombra de Kagemusha que caminaba desorientado en la oscuridad, buscando el sendero de vuelta. La recolección había terminado y los cazadores ya estaban de regreso, la noche es peligrosa en la región del Karakorum y los Hunza lo saben, son amos del Valle desde hace milenios. Pero a Kagemusha lo sorprendió la oscuridad aún lejos de casa. La negrura ya era tal que no veía sus pies, mucho menos esa laja suave desprendida sobre la que se paró. La roca se deslizó y por más que el joven aleteó buscando de donde aferrarse no lo consiguió y se precipitó violentamente por el empinado barranco.

Tumbos, miedo, dolor y luego el silencio. Con los ojos cerrados repasó mentalmente cada extremidad de su cuerpo, pero el frío las había entumecido, o tal vez alguna ya no estaba ahí.

Una respiración profunda resonó mas fuerte que la suya y que la brisa, llenando el espacio vacío. Kagemusha se agazapó con su espalda pegada a un paredón y sus pupilas se dilataron tanto que parecieron tragarse el iris. Dos enormes brazas espectrales lo observaban fijamente desde la bruma. El leopardo de las nieves se acercó, se posó frente a él, miró hacia el cielo y habló: Soy Kutang, espíritu eterno del Himalaya, protector del Karakorum y ejecutor del demonio Hantu Pusaka, a quien le atravesé el pecho con la punta del Anapurna. He venido a vaticinarte el destino de tu tribu, condenada a derramar la sangre de los justos en manos de el demonio Pusaka, que ésta noche reencarnará.

Dicho esto el animal retrocedió sigilosamente hasta fundirse entre el granito y las tinieblas. Kagemusha aturdido se desvaneció.

El sol matinal fundía lentamente la nieve y una gota de agua cayó sobre la frente de Kagemusha, que se alzó exaltado. El terreno era familiar, estaba otra vez en el Valle, junto a su cueva.

Los siguientes días no hizo mas que meditar sobre lo ocurrido. Aún  con el hambre rugiendo en las entrañas no sucumbió y conservó la concentración intentando aclarar sus pensamientos. Al cuarto día el nirvana descendió sobre él y se iluminó. No solo soy el mensajero de los espíritus, también he sido ungido por ellos para guiar y proteger a la tribu de las tentaciones y desgracias que traerá Hantu Pusaka. Se dijo.

Esa misma noche congregó a todos alrededor del fuego, les comunicó las profecías que había recibido y se proclamó profeta y único guía del Valle del Hunza. Los líderes del clan aceptaron los designios. En sus manos descansaba la esperanza de sobrevivir.

Una noche meditando, Kagemusha comprendió que era malo cazar y desollar y comer y usar las pieles de los animales del Karakorum, puesto que el espíritu mayor se encarnaba en ellos para comunicarse, resultaba lógico que la influencia maligna del demonio Pusaka era lo que los hacía cazar. Entonces prohibió la caza y la ingesta de carne. Tiempo después el profeta notó que no era correcto beber y bailar en torno al fuego, pues eso debilitaba las almas y las hacía susceptibles al poder del mal, y abolió los festejos y rituales.

Anémicos y frustrados algunos comenzaron a desobedecer las leyes del ungido, cazando y bebiendo a escondidas. Al enterarse Kagemusha no titubeó y cortó las malas hierbas blandiendo su lanza contra ellos. La sangre derramada espantó a otros tantos que intentaron huir del Valle aterrados, pero el profeta no estaba dispuesto a poner en juego la supervivencia de la tribu. Mandó a buscarlos y los ejecutó frente a todos.

Ante la magnitud y las consecuencias de los reiterados hechos, el líder ordenó erigir un templo con espacio suficiente para albergar a todos y protegerlos de las tentaciones de Pusaka.

En el templo los resguardó y los guarneció con vallas y granos, los únicos alimentos que permitió ingerir. Incluso a los muertos trasladó hacia allá, para evitar que el demonio se apoderara de los cuerpos.

La primavera pasó, llegó el verano y el solsticio, el hacinamiento y el hedor de los cuerpos en descomposición. Las ratas se reprodujeron el doble ese año a falta de cazadores, e invadieron el templo, mientras los hombres, impotentes ante la ley que protegía a los animales, no pudieron mas que tolerarlos.

Una mañana Kagemusha despertó con fiebre y nauseas. Loa dolores en las entrañas eran insoportables y su estado era deplorable, al igual que el del resto de la tribu. Por la tarde llegaron los vómitos y en los siguientes días las inflamaciones, llagas expuestas y finalmente la muerte. Ancianos y niños primero, luego los demás. Uno a uno fueron cayendo, hasta que solo quedó él.

Agónico y desvariando. Desbocado y con la carne viva, se arrastró fuera del templo. Alzó la vista al cielo y en un momento de lucidez lo comprendió. Dos lágrimas surcaron su cara y la respiración se detuvo. Un halo de oscuridad abandonó el cuerpo. Y la profecía se cumplió.

Porque en el Valle de los Hunza, región del Karakorum, corazón del infinito Himalaya, no existen las advertencias, aquí el destino está marcado a fuego y es indeleble como las manchas en la piel del leopardo, que encarna la voluntad de hierro del eterno Kutang.

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