Kusambasa

 ¿Alguna vez apuraste el paso en la oscuridad sintiendo esos largos y filosos dedos rozarte la espalda? Yo también los sentí, demasiadas veces. Los sentía al salir de la ducha, los sentía al caminar por el parque, los sentía al entrar desde la calle cuando, al traspasar la puerta la mitad de mi cuerpo, el tiempo se ralentizaba y un escalofrío me recorría la espalda. Pero lo ignoré, demasiado tiempo. Fingir que algo no pasa no es la mejor estrategia, mas aún cuando comienzas a notar los arañazos en la espalda e intentas convencerte que es una reacción alérgica al jabón.

Una noche desvelado, intentando ponerle palabras al insomnio, lápiz en mano y la vista puesta en el cuaderno, detecté un tenue movimiento a través del rabillo del ojo. Lentamente desvié la mirada sin mover el cuello, como quien no quiere enterarse de lo inevitable. Sus ojos penetrantes me miraban fijamente y en su boca entreabierta había una mueca desconcertante, entre burla y hambre. Parecía sentada delante de su ventana, a unos 20 metros de la mía, apenas cruzando la calle. Si, en esa casa. La casa de aberturas altas y cortinas siempre cerradas. Pero esta vez abiertas, un jueves a las 3 de la mañana. Y una mujer observándome desde ahí, a mí que estaba en casi plena oscuridad, excepto por una pequeña lámpara que iluminaba mis manos.

A simple vista noté que era anciana, la suave luz transversal exponía su cara demacrada atravesada por arrugas muy profundas, casi como heridas. Su pelo colgaba escaso y raído, grisáceo como las cenizas. Nos observamos un momento. Luego levanto lentamente su mano izquierda, me señaló a mí y luego señaló el suelo. Desconcertado y frunciendo el ceño intenté ignorarla y volver al papel. Pero los arañazos en la espalda comenzaron a arder. Me arqueé intentando alcanzar las heridas con mis manos y el ardor cesó. Exhalé aire y me enderecé. Ahí seguía, aunque ahora de pié. Volvió a señalarme y luego señaló el suelo. Me negué con la cabeza y automáticamente volvió el suplicio, ahora el ardor era mucho mayor, tanto que me precipitó al piso y continuó así durante varios segundos.  Ya con mi sangre tibia corriendo por la espalda, me recompuse con dificultad sosteniéndome de la mesa y no pude evitar volver a mirarla. Esta vez solo señaló el suelo, estaba claro.

Aterrado baje las escaleras y el viento helado me recordó que era invierno. La camisa pegada al cuero por la sangre coagulando y los pies arrastrando, casi sin voluntad propia, me llevaron hasta su puerta que se abrió ante mis ojos. Con dificultad atravesé el umbral y la puerta se cerró tras de mí. Un hedor putrefacto inundaba el ambiente y el suelo se sentía pegajoso.  Caminé en la oscuridad sin dirección hasta toparme con un escalón. Me aferré a la baranda y subí los peldaños uno a uno lentamente. Desde arriba llegaba un destello y una larga sombra que lo cortaba en dos se proyectaba en la pared. El aire se colaba por debajo de la puerta silbando y levantando el polvo de años. Continué ascendiendo hasta el final de la escalera dejando un hilo de sangre como testigo, giré y la observé de espaldas. Miró sobre su hombro, levantó su mano izquierda y señaló el suelo a su lado. Aterrado y resignado me acerqué. Podía escuchar su respiración dificultosa y oler la humedad de su pelo. Se puso de pié frente a mí y me inquirió un momento con sus ojos, esos ojos de esclerótica amarilla repleta de capilares derramados, como relámpagos rojos. Rió exponiendo unos dientes marrones y pequeños, casi inexistentes. Su cuerpo era espectral, llevaba un camisón hecho jirones y temblaba como si convulsionara. Tomó mi mano, se acercó a mi oído y susurró: Kusambasa

Sentado en su silla, mirando desde la alta ventana, veo alejarse a una joven mujer que camina imperturbable. En un momento se detiene, me mira sobre su hombro, y me dirige una sonrisa satisfecha. Sus dientes son perfectos y su cabello profundamente negro como ésta noche sin luna de Julio.

Mis manos están arrugadas,  mi cabello está claro y mi alma se siente oscura. Ya ha pasado el tiempo. Cada noche observo las ventanas, impaciente, esperando otros ojos desvelados.


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