Revolución

Oscuras y eternas. Así son las noches pleistocenas. Para un erectus toparse con la oscuridad fuera de la protección de su cueva era casi una sentencia a muerte.

Pero el hambre es desafiante, como los lobos, y las tripas de Prometeo aullaban en una noche sin luna.

El viento helado de la tundra se cuela entre las pieles de las bestias desolladas, que ahora calientan su cuero. Los pies curtidos avanzan ligeros en la penumbra. Los brazos pendulantes pero prestos, hamacan la lanza. Y la cabeza estirada hacia adelante, con la nariz alzada y las orejas agudas, intentan descifrar el silencio.

De pronto otra vez esas raíces brillantes en el cielo, pero ésta vez una besa el suelo a lo lejos y le sigue un rugido espantoso.

Prometeo toma la posición que lo distingue como especie y observa. Hay un sol en la tierra. Y contrariamente a sus instintos, o tal vez no, corre hacia el fuego. Y mientras corre su bello se cae, su frente se ensancha y su imaginación estalla.

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