El mártir de Rosario

17 de Abril de 1974, Rosario, Argentina. Son las seis de la tarde en el Parque Independencia y las gradas rebosan de gente. En un hecho histórico, hinchas de los dos clubes más grandes de la ciudad, Newells y Central, se mezclan en las tribunas para alentar a un combinado rosarino con las máximas estrellas de ambas escuadras _En Rosario se respira fútbol, pero fútbol bipartidista, allí no hay lugar para la doble camiseta, cuando uno nace se lo consagra para siempre bajo una única identidad futbolera, o sos Leproso o sos Canalla_ Diez de los once titulares pertenecen a los dos gigantes, pero hay un intruso, uno que se deslizó por las grietas. Parado en el centro del campo hay un flaco desgarbado con las medias bajas, pelo largo ondulado y un incipiente bigote de herradura. En el ambiente lo conocen como el Trinche Carlovich. Jugador de Central Córdoba,  romántico, noctámbulo, con aversión al entrenamiento y la puntualidad. El Rivelino Santafesino, aseguran los eruditos del ascenso.

Del otro lado, la poderosa selección nacional de Vladislao Cap que, orgullosa, ni se molestó en averiguar quién era ese flacucho con pinta de hippie. Descuido fatal. El primer tiempo fue un recital del Trinche, que tiró un doble caño a Pancho Sá, una asistencia de lujo para el gol del Mono Obberti, dos sombreros a Brindissi y una batería de lujos y malabares jamás vistos en los estadios criollos. En el entretiempo Cap enojadísimo le exigiría a Montes, entrenador de los rosarinos, que tuviera respeto y sacara de la cancha a ese pelilargo atrevido que ridiculizaba a la escuadra vernácula. Pero la leyenda ya había nacido. Fue 3 a 1 para el combinado rosarino, sandunga en el primer tiempo y principio del fin para ese combinado nacional, como así también para la carrera del Trinche, que en adelante solo jugaría para sobrevivir en ligas de poca monta.

Cuarenta y seis años mas tarde, también a las seis de la tarde de un día frío de Mayo, Don Carlovich avanzaba despacio en su flamante bicicleta, regalo de su amigo Don Lezcano, gambeteando las grietas del asfalto. El cielo estaba cubierto de nubes espesas, cargadas, amenazantes. Había un mal augurio en el aire de esa ciudad viciosa.

A contramano, con el corazón agitado y las pupilas enormes venía la  muerte. El trinche intentó resistir la embestida, como en la cancha con los defensores maleducados, pero Rosario descargó su furia estrellando un palo en la bocha del genio, tumbándolo en el pavimento.

Y así entra Carlovich a la vida de Lucas, fugaz como la brisa helada que se cuela en su cuello sin bufanda. El cuerpo del viejo está enfundado en un equipo de gimnasia negro, tendido en la calle. Ya no lo acompaña su bici de colores chillones, sino una bici moribunda y sin frenos. Luca corre hacia él. Lo ayuda a sentarse, tiene los ojos abiertos y lo mira en silencio. Luca le sostiene la mano y le hace preguntas, pero el viejo parece no escucharlo, solo lo observaba fijamente con la mirada serena. Parece decirle gracias y adiós.

Una joven asustada con los ojos inundados llama a los bomberos desde su celular.

-¡Le pegaron al Trinche! ¡Lo asaltaron al Trinche! _Se escucha decir a los curiosos que empiezan a amontonarse_

Llegan los paramédicos y hacen a un lado a Lucas arrancándole la mano del viejo, mientras lo acuestan en una camilla y lo cargan en la camioneta. El trinche lo mira hasta que se cierran las puertas de la Traffic.

Lucas aprieta los puños con bronca y contiene las lágrimas. Algo le clava en la palma derecha. Al abrirla descubre una pequeña medalla dorada y se sienta en el cordón a mirarla, mientras oye alejarse la sirena. Tiene el relieve de un santo. Un hombre que levanta la mano derecha y en la izquierda sostiene una pelota. Saint Luigi Scrosoppi, lleva inscripto. El metal está tibio. Guarda la medallita en el bolsillo y camina hacia el sur mientras la gente se dispersa. El viejo le recordó al nono Rufino y su mirada honda, luego que el Alzheimer le borrara las huellas del pasado. La llovizna disimula sus lágrimas.

Dos días mas tarde Luca descubre quien era ese ancianito a quien acompañó en sus últimas horas, “Murió el Trinche Carlovich, una gloria del fútbol rosarino” rezaba el encabezado del diario, junto a una foto del hombre al que le sostuvo la mano, aunque ostensiblemente mas joven.

Sintió vergüenza de no conocerlo, él tan futbolero, él que recitaba de memoria el once titular del Rosario Central campeón de la Conmebol 95: Bonano, Ordoñez, Carbonari, Lussenhoff, Graff, el Negro Palma al medio con el Chacho Coudet, Gordillo y Vitamina Sánchez, y arriba el Polilla Da Silva y el Chapulín Cardetti. Pero hasta ese momento ignoraba al Trinche, que había jugado en Central y encima de 5, como él.

El mismo día que la triste noticia enlutaba a Rosario, se jugaba la final del interzonal amateur, y el equipo de Luca, Los Arroyitos, se enfrentaba a Los Colosos, últimos campeones. Con empatar alcanzaba para cortarles la seguidilla y levantar el trofeo. Luca llegó temprano, se cambió y fue directo a sentarse con los suplentes mientras los titulares se acomodaban en el campo. El sol brillaba cálido y el cielo estaba limpio, a excepción de unas nubes abajo en el horizonte. A la hora señalada el partido se largó.

Transcurrió tal como se esperaba, con Los Colosos bombardeando el área y los muchachos aguantando el cero con fiereza. Luca desde el banco se devoraba las cutículas y cada tanto se secaba la transpiración de las manos en el pantalón.

Minuto 43 del segundo tiempo, un centro fuerte, desde la izquierda a media altura, rebota en una rodilla amiga y se mete en el ángulo. Uno a cero para Los Colosos. Los Arroyitos se miraban con desazón _Tan cerca estábamos_ se oyó lamentar a alguien.

El árbitro adiciona 2 minutos y el Tuerto Sánchez le hace señas a Luca para que caliente. Se levanta de un salto y empieza a trotar, pegado al lateral. Comienza a soplar un viento leve.

-Ahí nomás Luca, vení dale. Bien paradito delante de los dos centrales, no dejes espacios, atento y reboleá al área todo lo que venga, quedan los tres solos, los demás suben todos.

Corre hacia el costado el Bumbula Corti. Cuando Luca lo ve acercarse chocan las manos y entra como un toro embravecido, da 5 o 6 pasos y se detiene en seco. Gira sobre su eje y vuelve volando al banco. Todos lo miran desorientados.

-¡Que haces boludo, para el otro lado! _Grita el tuerto_

Pasa a su lado sin prestarle atención, agarra el botinero que dejó bajo el banco y hunde la mano hasta el fondo, revuelve, tira hacia arriba y lo encandila el dorado reflejando el sol. Baja la media y deja caer la medalla detrás de la canillera izquierda. Corre de vuelta al campo y se ubica delante del diez contrario. Suena el silbato, se juegan los últimos dos minutos.

Tumulto en el área contraria, a 50 metros de Luca. Vuela un pelotazo en dirección a él y cuando se dispone a meter un zapatazo para arriba, como es su costumbre, su integridad lo traiciona y el cuerpo se le arquea hacia atrás casi involuntariamente. La pelota llega al pecho y resbalando recorre el torso y la pierna, hasta llegar al pie izquierdo -La de palo en su caso- que suavemente amortigua la caída. En su vida había bajado así una pelota y menos con la zurda, pero se dejo llevar por esa especie de impulso místico.

Presionó el cuero con la suela gastada, levantó la cabeza y pispió a los rivales. En un segundo imaginó una jugada imposible, algo que nunca hubiese intentado, pero ésta vez encaró.

Avanza con el fútbol dominado mientras sus compañeros se desvanecen al igual que el griterío. El diez le tira un trancazo que corta el aire pero cual Baryshnikov pampeano lo salta con elegancia. Ahí nomás van a cerrarlo el lateral derecho y el cinco, intentando estrujarlo entre los dos, pero con un freno y un sombrero los hace chocar entre si. Con el empeine como una boca va adelantando la pelota a los besos, dejando una estela invisible. Aparece el dos, gigante como una montaña, mas la historia ya estaba escrita y activando las bisagras de su cintura le tira el legendario doble caño, y lo deja sentado en el pasto.

Y ahí va, en estado de gracia, casi sin tocar el suelo. La pelota orbitando su tobillo y la melena como el Zonda. Viéndolo a contraluz muchos hubieran jurado que tenía un bigote.

El arquero se precipita sobre su humanidad, pero la Saeta Rubia le prestó sus piernas y en un movimiento magistral puntea delicadamente el cuero, ensayando una vaselina precisa que se eleva sobre la cabeza del uno eclipsando el sol por un breve momento. Desciende a sus espaldas, pica una, dos, tres veces… otra vez las nubes espesas. Otra vez el mal augurio. Otra bocha estrellada contra un palo.

Una vez mas el frío de Rosario.

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