La importancia de saber morir

 El fondo se ve oscuro, siempre me resultó aterrador no ver el fondo. Pero hace mucho calor y la humedad me pone el cuero pegajoso. Los ríos de las sierras son limpios, estuve toda la tarde entrando y saliendo, y no hay mas que piedras redondeadas por el agua, muy suaves, inofensivas.

Apunté adonde se suponía que estaba mas hondo y salté. El cálculo no fue exacto, la negrura de la noche cerrada no colaboró, y caí sobre una roca grande que no estaba firme. La roca dió medio giro y me aplastó el pié izquierdo. El ruido que hizo el hueso bajo el agua vibró a través de mi cuerpo hasta mi garganta y el alarido debió escucharse lejos, aunque no hubiese nadie para oírlo.
El dolor en estas situaciones se siente en cada latido, tal vez sea la adrenalina que proporciona el terror lo que nos hace actuar rápido a pesar del sufrimiento extremo. Sumergí la cabeza y empujé la piedra para volverla a su lugar. No se movió. Intenté levantarla un poco para liberar el pié. Fue imposible. Tiré, primero suavemente, después con fuerza, hasta que algo crujió y me hizo aullar otra vez. En vano. No se iba a mover. Estuvo ahí tal vez cientos, miles de años, inmóvil, disfrutando las caricias de la corriente, tan sólo giró para seguir durmiendo otros miles de años mas. Comencé a gritar, grité durante horas, entre lágrimas, hasta casi perder la voz. Los ríos serranos son populares por ser impredecibles, recuerdo haber visto vídeos en los cuales pasaban de la calma al desborde en cuestión de minutos. Esa noche había que liberar presión en el dique río arriba y el agua empezó a subir, miré al costado y pude notar que había mas de dos metros de barranca, casi tres. Comencé a sacudir la pierna con desesperación produciendo espasmos eléctricos que me recorrían todo el cuerpo, el frío y la inmovilidad me habían entumecido las extremidades y ya casi no sentía dolor. El agua estaba a la altura de mi pecho. Me revolví con desesperación por última vez. Luego me quedé en silencio, llorando, repitiendo su nombre como un mantra. Lamentando esa estúpida idea de tomarme unos días sólo. En medio de la nada.
El agua me cubre el cuello. Ahora se siente cálida, agradable.
Comienzo a rezar entre sollozos. El agua me humedece los labios y me obliga a mirar hacia arriba alejando la nariz. Veo el brazo exterior de la Vía Láctea, muy nítido, como nunca lo vi, luego se vuelve manchas con brillo, entre burbujas.
Y tal vez pienses que logre salvarme. Que milagrosamente mi pie se soltó y nadé hasta la orilla. Que alguien me oyó y vino a rescatarme.
Que el mundo es un lugar hermoso, desbordante de justicia y compasión, y que yo sigo vivo, acá, contando esta historia desde la mesa de algún café. Pero no creo que este estado que me atraviesa pueda llamarse vida, ni que así me consideren los integrantes de la familia Tablada, a quienes espanto por las noches con ruidos de cadenas y vasos que se caen. Todo un cliché.
No, esto no es vivir, esto se llama penar. Y es mucho peor que morir.
Por eso es pertinente planear la muerte, meticulosamente, indolora en lo posible y tranquila, imperceptible. Evitar las tragedias, son ellas quienes nos arrancan del plácido e inconciente sueño infinito y nos dejan así, en pausa, como una triste foto en grises, buscando lo que no está. Penando, en este bucle eterno.

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