Rompeviento

 Cada noche la rutina era deambular descubriendo las caras noctámbulas de la ciudad. Eramos dos chicos de 16 años inquietos y curiosos. Un martes 6 de Julio, después de la escuela, a eso de las siete y media, llegué a casa y tire la carpeta sobre la cama, solo la carpeta, no tenía mochila, ni cartuchera, ni elementos de ningún tipo excepto una carpeta tamaño oficio de tres ganchos, con pocas hojas y aspecto de libreta de carnicero, según mi vieja, con una inscripción en la tapa que rezaba Welcome to the jungle.

Me saqué el buzo azul, la camisa color caqui y el pantalón azul recto, uniforme del colegio de oficios conocido como la Escuela del trabajo, que nada tenía que ver con mis aficiones o perspectivas futuras, no tenía perspectiva alguna en realidad, y me calsé el jean desflecado, una remera negra manga larga y la campera rompeviento.
Caminé hasta la cocina, abrí la heladera y saqué la mayonesa, me hunté dos rodajas de pan y me las comí enseguida.
Sonó la puerta, me subí el cierre de la campera y salí afuera. Ahí estaba Cristian y su cara de vagancia, esperándome.
Agarramos por Alem y enfilamos hacia el centro.
El modus operandi generalmente consistía en detectar casas deshabitadas y trepar hacia los techos para entrar a chusmear, ese silencio fantasmal que las habitaba y la adrenalina de que apareciera la cana nos fascinaba, ni hablar del morbo que producía cuando la casa tenía alguna historia medio macabra, tipo "La familia que vivía acá se mató completa en un accidente cerca de Río Tercero" o "Acá vivía la pareja esa que el tipo se volvió loco, acuchilló a la mujer y se suicidó", el corazón a mil, pero esa noche no apareció ninguna buena oportunidad, demasiada gente dando vueltas, así que decidimos seguir caminando, alejándonos del centro.
- Una vez descarrilé el tren _Dijo Cristian mientras pisaba las vias pulidas buscando equilibrio_ hice una pirca chiquita con estas piedras que hay entre los durmientes _Señalo hacia abajo_ me escondí entre unas plantas y cuando paso la máquina pegó unos saltos y se acomodó, pero el primer vagón se tambaleo y se fue a la mierda, y ahí se descarriló todo. Hasta me entrevistaron los del diario porque dije que era testigo.
Yo miraba hacia adelante, mordiéndome el labio inferior y meneando la cabeza como diciendo No.
- Que versero que sos boludo. Jamás me enteré que se haya descarrilado el tren.
- ¿Cómo que no? Salió en el diario te digo. Que vos no leas el diario es otra cosa.
Seguimos caminando sobre los rieles en penumbras, era una noche nublada, muy oscura y amenazaba con llover.
Lejos se distinguían las luces de una antena enorme, la mas grande de la ciudad. CTI, se leía en un cartel grande iluminado por un reflector a mitad de camino entre la base y la cima.
- ¿Te animás a subir?
- Obvio _Le dije_ pero vamos los dos.
No lo mire pero supe que sonrreía, siempre sonrreía cuando estaba nervioso. Pero ya no podía rechazar el desafío que él mismo había presentado. Seguimos caminando callados. En el horizonte, hacia el este, refusilaba.
Metí las manos en los bolsillos y levanté los hombros escondiendo el cuello. Habrán sido 15 o 16 grados y una brisa dulce de a ratos me despeinaba las mechas. Estiraba las piernas para pasar de un durmiente a otro sin tocar el suelo.
Cuando estuvimos a los pies de la antena miramos hacia arriba y vimos la punta lejísimos. Un tapial con alambres de púa sobre el borde rodeaba la torre. Le dimos casi una vuelta completa buscando un acceso hasta ver la puerta de hierro, con un candado del tamaño de mi cabeza. Seguimos inspeccionando y entre los yuyos encontramos dos latas de aceite vacías y las apilamos contra la pared. Le hice calcito pie a Cristian y se trepó encima de las latas que amagaron con ceder. Se sostuvo de uno de los parantes que tensaban el alambre, me estiró la mano y me ayudó a subir. Pisamos los alambres y saltamos la muralla, una pua me rozó la mano izquierda y me cortó la palma, la sentí caliente y húmeda, ardía, me la miré y sólo vi oscuridad.
Empezamos a subir por una escalerita de hierro vertical que estaba helada, el viento soplaba mas fuerte a medida que ganábamos altura.
Yo iba atrás y podía sentir la respiración agitada de Cristian. Era admirable que siguiera subiendo con el miedo que le tenia a las alturas. La sangre me bajaba por debajo de la manga hasta el codo y la mano se me pegoteaba en los escalones potenciando el olor a hierro. Solo miraba hacia arriba, estaba decidido a llegar.
- ¿Seguimos?
- ¿Ya te achicaste? _Dije sonriendo_
Y sin contestar siguio escalando, aún mas rapido.
Casi en la cima, sobre nuestras cabezas, apareció una base de chapa estampada, de esas que le dicen chapa semilla de melon, de dos metros por dos metros, con un hueco cuadrado al medio por el que pasamos.
Un tramo mas fino de antena se extendía unos tres metros más hacia el cielo y una baranda blanca que rodeaba la plataforma nos daba cierta tranquilidad. Nos sentamos en un borde con los pies colgados y las manos apretando fuerte la baranda. La ciudad se veía brillante y viva, como una constelación. Villa Maria es tan geométrica, tan pragmática, como les gusta decir en el currículum a los que buscan laburo.
Nos empezó a cubrir un rocío finito. La luz de la antena nos teñía la cara de rojo. Estábamos en silencio.
Por suerte no sabíamos que la juventud era tan corta.
Por suerte vivimos como si fuéramos eternos.
Por favor no nos despierten. Déjennos seguir trepando antenas.

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