Cenizas quedan

 A los seis años me regalaron mi primera bicicleta, hasta entonces juagaba con una pelota plástica que quedaba abollada durante una hora cada vez que la pateaba. La bici era roja, azul y blanca, con tres huequitos en uno de los ángulos del cuadro, debajo del manubrio, nunca supe si servían para algo. A partir de ahí decidí dejar de lado el fútbol, para lo que era bastante malo, y probar pedaleando. Amaba el fútbol, aún lo amo, pero también lo sufría. Durante un tiempo había intentado colmar las expectativas que se generaban en cualquier chico de seis años, de un barrio pobre en esta parte del mundo, jugar bien a la pelota. Pero cada intento terminaba en frustración. Las paredes de la pieza empapeladas con recortes de diarios y revistas con la cara de Medina Bello o Fernando Redondo. Alguna vez mi viejo probó llevándome a un baby fútbol, donde me tiraron en un potrero pelado con otros nueve chicos de mi edad. Corrí como un loco atrás de cada pelota durante todo el partido, pero ni siquiera pude tocarla. Había un rechazo natural entre la pelota y mis pies, como sería el resto de mi vida.

Pero el día que llegó la bicicleta vi en ella una especie de revancha, una reivindicación para un chico tímido y patadura. Me prometí convertirme en el más rápido del barrio. No tenía dudas, con semejante máquina era casi inevitable. Además había una ventaja, no se necesitaba tanta coordinación, habilidad de la que carecía, para pedalear rápido, o eso parecía al ver ir y venir a mi hermana en su bicicleta rosa. En el peor de los casos si resultaba ser el segundo, tercero o el último, igual iba a seguir andando las veces que quisiera, nunca mas me quedaría afuera en el pan y queso, porque con la bici todos corren, no importa lo malo que seas, nunca te quedas afuera.

Aprender a montar la bicicleta fue relativamente rápido, o eso me gusta pensar. El único inconveniente fue un accidente icónico en mi familia, que hasta hoy recordamos con gracia: Un sábado de otoño, practicando en la calle, mi vieja me llevaba tomado del asiento mientras yo pedaleaba y me iba soltando de a tramos, recorría cinco o seis metros sin ayuda y cuando comenzaba a perder el control volvía a tomar el asiento y corregía la trayectoria. Así durante un par de horas hasta que se cansó y viendo que yo estaba con mas confianza me dio un empujoncito y me largó. Se quedó parada mirándome. Una piedrita incrustada en la calle hizo saltar la rueda delantera y comencé a desviarme hacia la derecha, el problema fue que todavía no había aprendido a corregir la dirección y fui a parar encima de un tarro lleno de caca de caballo. El olor me duro 2 días. -Ahí va canto rodado- decían los vecinos riéndose cuando me veían pasar, por supuesto yo no entendía un carajo –Seguramente lo de rodado es por el tremendo bicicletón que tengo- pensaba orgulloso.

Después de tres meses de práctica intensa estaba listo para el evento del año, la carrera de bicicletas, con premios espectaculares, que organizaba cada Día del niño la Gorda Ester, la almacenera que acaparaba todas las libretas del fiado de la zona y que se había convertido con los años en la matriarca del barrio y primera dama del centro vecinal, su esposo Raúl era el presidente. Todas las familias vivían bajo su régimen dictatorial de leyes vecinales y sufrían la tiranía de sus precios excesivos, pero nadie se atrevía a cuestionarla, se corría el riesgo de perder el fiado.

El día de la competencia llegamos con mi hermana Sole caminando con la bicicleta al lado, como resguardando las capacidades extraordinarias de un bólido antes del Grand Prix. Me acompañó hasta la línea de largada y me sostuvo de los hombros mientras yo pasaba la pierna por encima del caño y apoyaba el pie derecho en el pedal. La bici me quedaba grande, no llegaba al piso si me sentaba, así que permanecía parado con el pie izquierdo en tierra y el derecho en el pedal. Alguien hizo un comentario y se rió de ese detalle, mi hermana lo miró con los ojos incendiados. Luego giró y se fue corriendo a la línea de llegada.

Había cuatro chicos más. La Gorda Ester se paró a un costado con un trapo en la mano levantada y gritó:

-¿Listos?... ¿Preparados?... ¡YAAA!

Me tiré sobre el pedal derecho, luego sobre el izquierdo, otra vez sobre el derecho y logré sentarme. Bajé la cabeza y pedaleé tan rápido como nunca volvería a hacerlo. A los 20 o 30 metros ya encabezaba el convoy. Las piernas me quemaban y no sabía si iba derecho por que miraba el piso, solamente pedaleaba como si de eso dependiera mi vida. El viento me hacía flamear de manera épica el flequillo de mi corte honguito. Las cosas perdían su forma si miraba al costado, todo era fugaz y homogéneo. Podía sentir mis latidos retumbándome en la cara y recordaba las palabras que me repetía mi mamá cada vez que llegaba a casa agitado:

-Vos te tenés que cuidar, no podés agitarte tanto por que vos tuviste un soplo en el corazón y naciste con el cordón enroscado al cuello- Yo pensaba que un soplo en el corazón se producía cuando a un bebé recién nacido le soplaba el pecho alguna enfermera envidiosa que no podía tener hijos.

El griterío me trajo otra vez a la tierra y levanté la cabeza. Adelante, en la meta, estaba parada Sole con los brazos abiertos y la cabeza calculando preparada para atajarme, recordaba que yo aún no había aprendido a frenar y había una camioneta cruzada al final de la calle. Cuando estuve lo suficientemente cerca se me abalanzó y me cazó del manubrio, frenándome en seco y provocando que la bicicleta se levante de atrás de forma temeraria -UHHH!!- murmuraron todos.

-¡Cómo lo vas a parar así nena! ¿No ves que casi se mata? –Gritó la gorda Ester que venía al trotecito desde la otra esquina-

Mi hermana ni le prestó atención, me estaba mirando a mí con una sonrisa orgullosa clavada en la cara.

-¡Ganaste Achi! –Me dijo contenta-

Yo no lo podía creer. Tal cual lo había soñado, había encontrado mi elemento, chau correr atrás del fútbol, nunca mas pelotazos en la cara, se acabó ser elegido al final en el pan y queso. Ahora soy ciclista, el mas rápido de los ciclistas. Ya no me voy a tener que poner plasticola en la cabeza para llamar la atención de Cecilia.

-Permiso, permiso, vamos a hacer entrega del premio al campeón de este año –Dijo Raúl que se acercaba con las manos en la espalda ocultando el preciado trofeo-

Abrí los ojos grandes y me paré derecho, el pecho inflado de orgullo.

Entonces el marido de Ester descubrió una pelota de fútbol blanca, roja y azul. La pelota de fútbol mas preciosa y brillante jamás concebida, cocida a dos agujas con el hilo que se tejen los sueños. Se acercó con ella y la depositó en mis manos. Solté la bici. El olor a cuero y pintura me embriagaron. Y en ella vi todos los goles que nunca haría, todos los rivales que nunca iba a gambetear, y los campeonatos que nunca ganaría pero no me importó.

Y Volví a ser el último elegido del pan y queso, el que corre como un loco detrás de la pelota, el tronco que la ve pasar, la anhela y nunca la toca. Otro amor no correspondido.

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