Caronte
Ricardo es camionero, traslada el ganado a su destino fatal. Siempre se sintió una especie de Caronte cordobés, el barquero del hades que transporta las almas al inframundo. Ese desdichado final. Ese martes de noviembre manejaba preocupado por una ruta secundaria. El camión tomó la rotonda lentamente. El acoplado se balanceó de lado a lado y se escucharon los mugidos. Ricardo miró por el retrovisor, los animales se movían lentamente, como organizados. Durante el viaje los notó más inquietos de lo habitual. Debió ser por esa vaca preñada que le obligaron a subir en el campo. Ricardo sabía que era ilegal transportar animales en ese estado, mucho menos para faena y que podría tener graves problemas si se topaba con un control de rutina. Le sugirió al patrón esperar al destete, pero la vaca estaba débil, tal vez enferma, y Don Antonio no estaba dispuesto a perder plata. Más vale encajarla al frigorífico antes que se muera en el potrero y se la coman los perros, dijo el patrón. El veterinario a su lado, bajó la mirada, no quería ser cómplice, pero tampoco contradecir a Don Antonio, y eligió hacer silencio.
- Andá nomás
Ricardo, que va mezclada entre las otras. Vos chito la boca que ya lo tengo
hablado al capataz para que pase como buena.
El camión comenzó a desacelerar y los frenos resoplaron escupiendo aire cada vez que soltaba el pedal. Puso reversa y se fue acercando a la persiana plateada, que se levantaba lentamente. Un tipo con delantal blanco hasta los pies, le hacía señas con las manos.
- ¡Ahí está
bien! –le gritó-
El cielo estaba verde y espeso. Las nubes cargadas de hielo se movían despacio. El ambiente estaba muy húmedo y sofocante, y las pieles brillantes de sudor. La granizada era inminente.
Ricardo
descorrió la traba de la jaula, mientras en su cabeza se cuestionaba el trabajo
que había hecho los últimos 14 años. Las chanchadas de las que fue parte, por
acción u omisión. Sintió asco.
Ubicó la
rampa de acero y tiró de la cadena levantando la puerta guillotina. Las bestias
estaban agolpadas contra la cabina. Lo miraban asustadas, ese sentimiento
constante en el que transcurren sus miserables vidas. Golpeó el garrote contra
el paragolpes y esperó el descenso automático de las vacas entrenadas a
fustazos. Pero no se movieron. Ricardo se subió de un salto y azotó a las del
frente, que se mantuvieron firmes y en silencio. Se metió entre el ganado empujando y caminó hacia el fondo del
acoplado espoleando los cuerpos enormes. Corrió a la última y encontró en el
suelo a la preñada, con el vientre ya deshabitado. A su lado, con las patas
bien abiertas buscando equilibrio y los pelos marrones húmedos, un pequeño
ternero lo mira con sorpresa. Tiene los ojos grandes e imprudentes. Ignorantes
de la muerte que ya palpita en los ojos de las vacas adultas.
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