El ritual de las lampreas

  Se mudaron al campo, a una casa grande, alejada de todo. Diego dejó su puesto en el instituto de investigaciones marinas de la Universidad de Mar del Plata, Paula abandonó las aulas de la facultad de ciencias exactas, y poco a poco volvieron a tener momentos de cierta dicha, manejando un tractorcito verde y criando pollos. 

Al cuarto verano las chanchas tuvieron muchas crías. Paula volvió a quedar embarazada, y dió a luz, en la salita de la comuna, una criatura sana y rosadita. La comadrona dijo que alumbró la habitación al nacer, con los ojitos azules grisáceos abiertos y expresión de sorpresa. La pareja comenzaba a reconstruirse después del luto. Y Diego decidió retomar el contacto familiar, a pesar de la insistencia de Paula por esperar un tiempo más. Invitó a su hermano Renzo, su esposa Clara y el resto de la familia, a conocer a Luz, Lucesita como les gustaba llamarla a ellos, que ya tenía 9 meses.

Esa tarde llegaron Renzo y Clara, en el Sierra nuevo color champagne. Entraron por el ripio a más de 80, sacudiendo el guadal como si fuese líquido. Cruzaron la tranquera abierta y bajaron animados, estirando los brazos. Vale la pena la mugre y el olor por desconectarse un rato de la city, dijo Clara riendo, mientras caminaba hacia la casa. Igual la bestia se banca bien el pocerío, agregó Renzo dando unas palmaditas al capó del Ford, cubierto de una fina capa de polvo. Cande y Matías, mellizos de 8 años, que jamás habían visto tanto pasto, ya andaban a las arcadas por el olor que llegaba desde el chiquero, y miraban el entorno con desconfianza. Diego pasó junto a su hermano que le palmeó el hombro, y se apuró a ayudar a salir del auto a Bea, la bisabuela, o tatarabuela, no estaba seguro. La tomó de los brazos y la guió fuera del coche con cuidado. Realmente nadie sabía que título ponerle o la edad de la vieja Bea, habían dejado de contar hacía mucho, y el hecho de que prácticamente no hablara no ayudaba demasiado. La vieja había vivido con Diego y Paula un año, hasta que se fueron de la ciudad. La habían recibido, como si fuera un paquete, de la prima Carolina de Berrotarán, que se mudó a Montevideo con su familia abandonándola. Lo mismo hicieron ellos dejándosela a Renzo y su familia, que la tenían guardada en un monoambiente al fondo de la casa, junto al quincho.

Cinco años habían pasado del entierro. Desde entonces la pareja no había recibido visitas en el campo, a excepción de los padres de Paula, que pasaban cada 6 o 7 meses con la excusa de la visita, intentando convencerlos de volver a la ciudad.

Paula desconfiaba de la buena fe de los parientes, principalmente de Renzo, que además le resultaba demasiado optimista. Ninguno se había sensibilizado realmente con su pérdida, a pesar de que Renzo había vivido algo similar en carne propia, años atrás.

Los visitantes se acomodaron en la casona. Clara y Renzo en la habitación que usaban los padres de Paula. Los chicos en el estudio, dos catrecitos junto al escritorio, y a la vieja le pusieron un viejo colchón de resortes en la futura pieza de Luz, que dormía en la habitación de Diego y Paula, en una cuna junto a la cama.

Diego caminó solo hacia los corrales. Llevaba el cuchillo de pesca envainado en el bolsillo. Los demás reunidos en la cocina en torno al mate quedaron en silencio cuando resonó a lo lejos el balido desgarrador del corderito de manchas marrones. Luego hicieron como si nada y siguieron hablando de lo sucia que se había vuelto Mar del Plata en los últimos años. Cande se asomó detrás del vidrio de la ventana, buscando el origen del sonido. Luego miró hacia la mesa, pero nadie le prestó atención.

Se hizo la noche y cenaron cordero asado. Los invitados comieron con ganas, en especial Candela y Matías, que estaban extasiados con esa carne tierna de sabor dulzón. Luego del postre los chicos miraban una película en VHS que llevaron de casa. Paula lavaba los platos mientras Clara le contaba que habían tenido que instalar una pileta más chica para dejarle espacio en el patio a la vieja para entrar y salir, a pesar de que no salía nunca. En la pieza, la vieja acostada en el colchón sobre el piso, oía atentamente la conversación sin inmutarse, con los ojos cerrados. Afuera, los hombres, sentados en reposeras, conversaban.

Te noto a media máquina, no estás pleno Diego. A pesar de que estás viviendo como querías, aunque sabés que estoy en desacuerdo y puedo prestarte plata para volver a la ciudad cuando quieras. 

Una brisa muy suave apenas les movía el pelo y desde arriba comenzaba a descender lentamente la humedad entrerriana.

No puedo dejar de preocuparme Renzo, creo que voy a estar así hasta que me muera. Ésta desgracia que persigue a nuestra familia no me va a dejar vivir tranquilo. Cada día me levanto con la certeza que voy a acercarme a la cuna y voy a encontrar a Lucecita apagándose, como le pasó a nuestra Cielito, y al hijito de la prima Caro, y a esa hermanita de papá que se fue tan chiquita, y... a Martincito. Éramos tan compinches los tres, te acordás?... Renzo cerró los ojos y apretó la copa de vino.

Bueno basta Diego. Hay que seguir adelante viejo. También tenemos familiares que vivieron mucho, mirá a La Viejita, ni sabemos la de años que tiene ya y cuando parece que se achaca y se nos va, un día se levanta como nueva y tira otro lustro. Hablando de eso me parece que esta vez está en las últimas, ya casi no come y sale poco y nada. La trajimos a ver si viéndolos se alegra y le hace bien. Diego meneó la cabeza de un lado a otro. Ojalá. Ambos miraban el suelo.

Sobre las hebras de los pastos oscuros se aferraban pequeñas esferas de rocío. 

Vení que te voy a mostrar algo, dijo Diego. Los hombres caminaron hasta el tanque australiano y apoyaron los antebrazos en el borde. Tengo dos lampreas, una hembra y un macho. Ahí se ven, fíjate que se mueve el agua. Son como anguilas pero más grandes. Diego se inclinó sobre el agua y acarició la superficie con los dedos, uno de los peces se acercó suavemente y Diego lo agarró con un movimiento ligero. Sacó al bicho que se sacudía con desesperación y lo sostuvo lejos de su cuerpo, levantado, alumbrado por el foco amarillento. Casi un metro de largo,  con forma tubular y color verde pardo. Viscoso, la boca rosada circular en forma de ventosa provista de varias filas de afilados dientes. Se alimentan de sangre, dijo Diego mirando al bicho que se retorcía, por eso tiene esa boca, para fijarse a las presas que parasita, lijarles la piel con la lengua, muy afiliada, y succionar su sangre. Encima la saliva es anticoagulante. Que maquinita eh, 500 millones de años sobreviviendo con el mismo método. Ni te cuento como se reproducen, es una carnicería. Renzo miraba el animal con asco.

A Cande la despertó de madrugada el sonido de unos pasos lentos. Había demasiado silencio en la casa y el débil susurro de unos pies llegó a través del aire. Se quedó en silencio con los ojos entreabiertos. Luego de unos segundos el sonido cesó. Miró a su hermano en la cama de al lado que dormía en calzoncillo, profundamente. Afuera la neblina brillante no dejaba ver el campo y en los vidrios corrían carreras hasta abajo las gotas de agua condensadas. Los minutos pasaron y las ganas de hacer pis la obligaron a levantarse. Cande caminó despacio por el pasillo angosto al que daban todas las habitaciones, la puerta de la habitación de de sus padres estaba cerrada y la de  Diego y Paula estaba entreabierta, se acercó sigilosa y abrió un poquito. Asomó la cabeza para ver a la bebé, que no le habían permitido tener en brazos en todo el día. El cuarto estaba oscuro. Siguió camino al baño y al pasar junto a la pieza de la vieja se detuvo. Dudó un momento y luego se agachó para espiar por el cerrojo. Al principio le costó ver con claridad, luego su visión se acomodó. 

Sobre el colchón en el piso vió a la vieja sentada , la bruma reflejaba la luz de la luna y alumbraba el cuerpo ancestral flácido, las piernas huesudas y atrofiadas por la artrosis, cruzadas como un yogui. La piel amarillenta manchada, las estrías como latigazos, el escaso pelo blanco suelto cayendo por encima de los hombros, la boca mínima y los labios hundidos, las arrugas surcandole el cuello bajando hasta los pechos marchitos, y uno de esos pechos dentro de la boca de la niña, que succionaba con fuerza. Los ojos de la vieja en el cerrojo, viendo el ojo de Cande, y el dedo índice tembloroso sobre la boca, como las fotos de las enfermeras en los hospitales. Shhh. La niña sintió un chorrito de orina caliente recorriendo sus piernas, pegándole el camisón a las piernas, apenas llegando hasta el suelo de baldosas frescas. Se alejó de la puerta y volvió a su pieza tratando de no correr, con las lágrimas amontonándose. Se acostó detrás de su hermano, que dormía tranquilo, lo abrazó, hundió la cara en su nuca cerrando con fuerza los ojos y se tapó con la sábana hasta la cabeza.

La luz amarilla entraba por la claraboya del baño. Paula se lavó la cara y se dirigió a la cuna. Acercó su oído a la cara de la niña y sintió el aliento tibio entrando y saliendo. Se dirigió a la cocina y al pasar frente al cuarto de la vieja pudo ver el colchón de dos plazas apoyado contra la pared y las sábanas dobladas sobre la cómoda. 

Paula prendió la hornalla y apoyó la pava llena de agua. Se cruzó de brazos y observó por la ventana. De a poco el sol iba levantando la humedad y la vista llegaba más lejos. Un moscardón grande y oscuro rovoloteaba sobre la mesada y se estrellaba una y otra vez contra el vidrio. Afuera, sobre la tranquera del chiquero, parada en las tablas estaba la vieja mirando a los cerdos. Parecía hablar sola y cada tanto se miraba las manos, abriendo y cerrandolas, como apretando una esponja invisible. Que rico olor a café! Clara sacó a Paula de su observación. Ésto es lo que me gusta del campo, no me despierta el hijo de puta del portero, me despierta el hijo de puta del gallo. Paula se rió, llenó una taza con café caliente y se la llevó hasta la mesa. Clara olió profundo y sorbió dos tragos. Negro y sin azúcar, como tiene que ser. Yo lo prefiero con leche, dijo Paula y volvió a la ventana. La tranquera estaba vacía.


El sol se va escondiendo tras los álamos y la sombra trae un poco de alivio. Paula intenta darle la teta a Lucecita, que se empecina en seguir durmiendo. Lloró anoche? Le pregunta Diego. No, para nada, ni la escuché. No está bien. Paula se sienta en la cama con la niña dormida en brazos y mira a su marido. Creo que tanto movimiento de gente la está afectando, no está acostumbrada a tanto lío. Y que querés que haga gorda, que los eche? No sé, no dije eso. Estoy nerviosa y la bebé no come. Necesita tranquilidad. Bueno, dame un día más así es más sutil, invento un asunto en la comuna. Tomale la temperatura a ver si tiene fiebre. No tiene fiebre Diego, es lo primero que hice. 

Afuera, Candela buscaba a su hermano por los corrales, siguiendo el sonido acompasado de una soga rozando el piso, castigando la tierra, una y otra vez. Detrás del galpón del tractor, Nico sentado en los yuyos miraba a la vieja saltando la piola. 23, 24, 25 contaba el chico. Candela los espió un momento y luego volvió corriendo a la casa. Esa noche durmió con Clara y Renzo, en medio de la cama. 

Apenas asomado el sol atrás del maíz, Diego golpeó despacio la puerta de la habitación de su hermano, Renzo abrió con el pelo revuelto y sin remera. Vamos a ir al pueblo a qué el médico revise a la gordita, seguramente está incubando algún bichito porque hace de ayer que casi no come y tiene mucho sueño. Dale Diego no hay problema, nosotros ya nos vamos yendo también, tenemos cosas que hacer en la ciudad antes que los chicos vuelvan a la escuela. 

El Renault 12 de Diego y Paula tomó el camino en dirección Norte.

La cupé Sierra se alejó por el ripio hacia el Sur, levantando una nube marrón. Candela va sentada sobre las piernas de Clara, acurrucada en su pecho. En el asiento de atrás Nico choca sus palmas rítmicamente con las de la vieja, creando una coreografía, al son del canto de la abuela.


Me agarra la bruja, me lleva a su casa

Me vuelve maceta y una calabaza

Me agarra la bruja, me lleva al cerrito

Me sienta en sus piernas y me da besitos

Ay dígame, ay dígame, ay dígame usted

¿Cuántas criaturitas se ha chupado ayer?

Ninguna, ninguna, ninguna le diré 

¿No ve que ando en pretensiones de chuparlo a usted? De chuparlo a usted.


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